martes, 15 de febrero de 2011

La pobreza en algunos lugares de México, al nivel de Zambia

Periódico La Jornada


Martes 15 de febrero de 2011, p. 2

Cochoapa el Grande, Gro., 14 de febrero. Silvestra y sus hijos, Rogelio, de cinco años, y Adriana, de tres, al sol del mediodía descansan sentados en el suelo, fuera del centro de salud. Caminaron cuatro horas para llegar a su cita con el médico. Los niños casi nunca han tomado leche y menos han comido carne. Este día su desayuno consistió en una tortilla con chile verde. Su dieta apenas cubre quelites, ejotes y frijoles.
Por haber nacido aquí, Rogelio y Adriana tienen una expectativa de vida de 40 años. Si hubieran venido al mundo en el seno de una de las familias que habitan la colonia Del Valle, en el Distrito Federal, aspirarían a vivir en promedio 77 años. La distancia entre ambas localidades no son sólo 450 kilómetros, sino 37 años de vida.

Salieron temprano de Loma Canoa, donde viven. El camino se les hizo muy largo. Anduvieron cuatro horas en el frío de la montaña, pero llegaron tarde, platica en mixteco Silvestra, con sus 20 años y su rostro sonriente, todavía infantil. Hay una larga fila de pacientes; tiene esperanza de que el médico los reciba. Acudir a la clínica es un requisito del programa Oportunidades de la Secretaría de Desarrollo Social para obtener el apoyo de 800 pesos bimestrales por cada menor.

Rogelio y Adriana, igual que la mayoría de los niños, enferman con frecuencia de diarreas y vómitos. Casi todos andan descalzos. La tierra es su juguete, la amasan, como las mujeres el nixtamal para hacer las tortillas. Y a pesar de los alimentos que consumen, Vicente Balbuena, uno de los médicos, dice que 60 por ciento de los niños padecen desnutrición leve y el resto “están normales”.

Aquí viven 3 mil personas, otras 13 mil residen en las 120 localidades dispersas que hay en esta región de la Montaña. Para todos ellos hay sólo dos médicos y únicamente durante la mañana; cada uno da 25 consultas. Cuando hay urgencias, la gente va a Tlapa, a tres horas de camino. Para el traslado hay una ambulancia, que no está equipada. La condición para que un enfermo la utilice es que pague la gasolina, porque el municipio, con edificio nuevo y antena parabólica, no tiene recursos.

Balbuena admite que dos médicos son insuficientes para el tamaño de la población y resalta entre los problemas de la comunidad que las mujeres embarazadas no se quieren atender en la clínica, prefieren ir con parteras. Así nacen los niños, pero cuando vienen “atravesados” no se salva ninguno de los dos.

La salud no es el único problema de este municipio mixteco, el más pobre del país. Las viviendas de madera y lámina de cartón, que se repiten por decenas, dispersas o amontonadas, tienen piso de tierra, en unas cuantas de cemento. De las 2 mil 834 casas, sólo 11 tienen drenaje y 674 están conectadas a la red de agua potable. La cabecera municipal es la única que cuenta con electricidad.

Hace cinco años Cochoapa se separó de Metlatónoc, que lo antecede en el nivel de pobreza. La carretera tiene siete meses, pero los daños por los deslaves son evidentes. En algunos tramos hay derrumbes. Cuando es temporada de lluvia el pueblo frecuentemente queda aislado. La avenida principal está pavimentada, pero sólo hasta que topa con el palacio municipal y la iglesia. Más adelante los caminos son de tierra. Lodazal cuando llueve.

Si no fuera porque detrás del palacio municipal hay albañiles que construyen un auditorio y algunos elementos de la policía local entran y salen del edificio, Cochoapa luciría despoblado. Pocas mujeres, menos hombres, andan en los senderos. No hay trabajo en el campo. Las viviendas están cerradas o tienen un trapo como cortina en la entrada. Hay unas cuantas tiendas, su venta principal son los refrescos, y los anaqueles de la sucursal de Diconsa están casi vacíos; ni siquiera hay harina de maíz.

Es la época en que casi la mitad de los pobladores trabajan en los campos agroindustriales de Sinaloa, Chihuahua o Baja California, donde familias completas se contratan durante unos cuatro meses por sueldos de 90 pesos al día y jornadas de lunes a domingo, desde la madrugada hasta que se pone el sol. Después regresan, con algo de dinero para subsistir el resto del año. Aquí la tierra ya está agotada, la cosecha de maíz es escasa.

La vida de Zeferina transcurre en la semioscuridad. Está sentada frente al fogón, dentro de su cuarto de madera, donde apenas entra luz y sirve de cocina, pero ni siquiera hay una mesa, sólo algunas sillas, y en un rincón un tendedero de ropa esconde las camas de las miradas ajenas. A sus 40 años, luce mayor. Viste su delgadez con un huipil desgastado y está descalza.

Hace nueve años se fue con su familia a trabajar de jornalero a los campos de chile de Sinaloa, pero a su esposo lo encarcelaron porque presuntamente mató a un hombre. Desde entonces no lo ha vuelto a ver. Volvió a Cochoapa con sus seis hijos. El mayor, Vicente, le ayudaba para mantener a los más pequeños, pero hace un año lo mataron en un pleito.


Mantiene la mirada fija en un punto imperceptible de la pared de madera, mientras habla del presente y planea un futuro. “Me quedan cinco hijos. La mayor va a la secundaria. Pero la voy a sacar para irnos a los campos, a Sinaloa.” Recibe recursos del programa Oportunidades, pero son insuficientes. En la escuela le piden cuotas que no puede pagar.

Esta mañana sus hijos desayunaron quelites, antes de irse a la escuela. Quizá a su regreso coman lo mismo. Pero para el siguiente día no sabe. “Si encuentro unos guajes y les doy salsa, estará bien.”

–¿Cuándo fue la última vez que comió carne?

Se queda pensativa un rato. Después responde: “no me acuerdo”.

Catarina, una de las pocas mujeres que hablan español, dice que a la mayoría no le gusta ir al médico. “Los doctores maltratan a la mujer porque lleva al niño sucio, porque no llega a tiempo a las citas, aunque viene de lejos. No comprenden que no habla español y no puede leer el carnet”, dice.

Vocal de vigilancia de Oportunidades, explica que aquí hay 640 beneficiarias, pero, como no hay empleo ni nada que hacer, “los hombres se emborrachan, les pegan, les quitan el dinero y se lo gastan. Cuando la mujer lo conserva, compra comida, jabón, leche. Pero los gastos por mandar a los chamacos a la escuela son mayores, siempre piden cooperación”.

Las mujeres son las más vulnerables, señala Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan (CDHM). Si reciben Oportunidades, tienen más obligaciones, no nada más las de salud y educación que indica el programa, sino que deben hacer las labores de limpieza o vigilancia que les piden los maestros o los médicos.

Entre los usos y costumbres que prevalecen en esta comunidad está la dote. Cuando una pareja se va a casar, es dinero que el novio debe otorgar a los padres de la novia. “Es una tradición que se desvirtuó y la consecuencia es el incremento en los casos de violencia hacia las mujeres”, explica Abel Barrera.

Los pagos son de entre 30 mil pesos y 60 mil. A las niñas, generalmente de 12 o 13 años, no se les pide parecer para el matrimonio, se les impone. Y ya que el hombre pagó por ellas se siente su dueño; “vienen los golpes, las obligan a trabajar y, en ocasiones, hasta han sido violadas”, explica Barrera.

Muchas mujeres han pedido ayuda al CDHM, porque en el municipio no hay autoridad que las defienda. El síndico dice que es asunto entre particulares y los padres les piden a ellas que cumplan con su “responsabilidad”, indica Barrera.

En estos días dos familias acudieron ante el síndico municipal para resolver sus diferencias: dos jóvenes decidieron “juntarse”, sin pago de por medio, pero los padres de la muchacha exigen el dinero, detalla el secretario, Albino Vázquez.

Sentado fuera de su tienda, Félix Mares, presidente del comité de salud, defiende esta costumbre. “No se trata de un pago, sino que es una multa. Es parecido a cuando compras un carro. Te costó y lo cuidas, lo tratas bien. Si pagó por la mujer, el hombre la cuida, la trata bien.”

Su hijo se casó de esa forma. Tiene 21 años y su esposa 16. En este caso la pareja se conoció y se “trataron” dos meses. Él le dijo: “no tengo mamá, ella tiene poco que murió y necesito alguien que me atienda”. Ella entendió y aceptó. Después Félix fue a hacer el trato. Ahora los jóvenes tienen un hijo.

Como la mayoría de las mujeres mixtecas, el futuro de Silvestra lo decidieron sus padres a sus 14 años. Su esposo pagó por ella. Su vida transcurre en el cuidado de los niños y en buscar qué comer. Aunque tienen un cuarto en Cochoapa, dice que prefieren vivir en el cerro, porque “cuando estamos aquí a mis niños se les antojan cosas, refrescos, dulces. No tengo dinero para comprar. Allá en el cerro no hay nada que se les antoje. Y sí tenemos comida. Cortamos quelites o ejotes”. Ésta es la dieta para Rogelio y Adriana. Para todo el pueblo.

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